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| Santiago Ruiz |
Mi relación con los objetos
Que me pide mi amigo —el que lleva esto— que escriba algo acerca de viajar y como me afecta al estado de conciencia, para el aniversario del blog. A lo mejor me lo ha pedido porque vivo como nómada, por lo que el viajar es mi estado habitual y no algo que suceda de vez en cuando, como la Noche de Reyes o un buen polvo. Y sí, viajar (no sólo por el espacio, sino también por el tiempo) me hace más deslenguado y más sincero.
Esta mañana, preparando por enésima vez mi equipaje, de pronto me di cuenta de algo muy importante, una de esas obviedades cruciales que —por serlo— se nos suele escurrir entre las tonterías que abarrotan nuestro diálogo interior: mi relación con los objetos.
Me consta que, en estos tiempos de guerreros de luz que se apalancan frente a la tele cuando ha acabado su misión sagrada diaria, de revelaciones de señales cósmicas cada veinte minutos, de gurús de a tres euros el cuarto de kilo e influencers de los que creen que la evolución espiritual consiste en decirle a los demás cómo vivir para —de paso— no dar palo al agua, hablar de la relación con los objetos a lo mejor hace saltar las alarmas e ir a buscar —en el manual del perfecto iluminado— aquello del desapego de lo material…
Viajar, para mí que soy de la vieja escuela, incluye una preciosa atención a los objetos. Pues cuando has de cargar con ellos —que no hay trastero de alquiler que te lleve el equipaje— cobran una importancia supina. Y es que sigo teniendo que vestirme, asearme, abrigarme… cosas de ser poco evolucionado. Siendo como soy mochilero y viajando en los medios locales de transporte público del país donde me halle (a pesar de que, según las convenciones, por mi edad debiera estar para maletita de ruedas y taxi al resort), cada kilo cuenta.
Por ello, escoger lo que llevar cuando salgo y no sé dónde caeré, ni cuánto tiempo (y cómo me excita esa sensación, rediez) se convierte en un arte casi tan precioso como la ceremonia del té china. Y de pronto, la escala de valores que la mayoría de las personas comparten, se invierte.
Por ejemplo, una pieza de adorno o una prenda cara se convierten en inútiles y onerosas: cargar algo que si lo uso, será una vez o dos, no tiene demasiado sentido... bueno, no tiene ninguno, qué demonios. Por no hablar de libros (tan preciados y tan pesados) y otros así. En cambio, un mero elástico para hacer calistenia se convierte en mi mejor amigo: lo uso todos los días y me ayuda a mantenerme sano, en forma y fuerte.
Y luego está la reina de mis posesiones: mi mochila de viaje (bueno, están el móvil y el ordenador, pero estos no se separan de lo que suelen suponer para todos). Desde que me la regalaron unos familiares muy queridos, hace… espera… ¡más de treinta años! Sigue conmigo. Un objeto que la inmensa mayoría usa de vez en cuando (si es que lo tiene), para mí es crucial.
La tuve que remendar un par de veces: los maleteros de los aviones y autobuses —en ocasiones— se vuelven selvas indómitas, de las que mi querida mochila sale malparada. Pero ahí sigue. Su interior es un universo en el que tengo permiso de demiurgo para ordenarlo a mi antojo: aquí la ropa interior, aquí la bolsa de lo sucio, aquí el calzado, lo de abrigo, lo de manga corta y larga, la bolsa de aseo, el bañador…
Sí, todo aquello que un ser humano de hoy en Occidente necesita y que a la inmensa mayoría le peta los armarios (y hasta la casa entera), a mí me cabe en una mochila de 70 litros y he conseguido —con el tiempo— que pese 12 kilos, que se han puesto las compañías aéreas muy extorsionadoras y, como te pases, te drenan medio sueldo. Por ello, incluso dejo espacio libre en ella, que la he llevado petada y no es agradable.
Como decía un maestro espiritual de los de verdad, de esos que ya casi no quedan, vivir con las maletas hechas es estar consciente de que voy a morir y no sé cuándo. Quizá, por eso, me he vuelto un experto en empaquetar y marchar con lo puesto… Es que mi relación con los objetos, esta que proviene de viajar, me mantiene atento y consciente, consciente de que me iré y de que nunca podré estar preparado para ello, pero sí puedo tratar de estarlo.
Vivir ligero de equipaje y en estado de continuo cambio se corresponde —en mi caso al menos— con un estado de conciencia muy concreto: alegre, exigente, difícil, satisfactorio, profundo, honesto y tan intenso, que no hay substancia que lo pueda igualar, ni deseo, ni posesión. Porque estar de viaje es estar vivo y estar vivo es a lo que he venido aquí, a este mundo maravilloso aunque —en mi opinión— sobrevalorado.
Que por muy buena que esté la fiesta, un nómada sabe que se irá y querrá irse siempre, pues la misma siempre acaba decayendo y convirtiéndose en un bucle que —de tanto repetirse— llega a ser aburrido, monótono y estancado.
Para concluir, (aunque podría escribir una enciclopedia sobre esto) lo que viajar le hace a mi estado de conciencia, es ahondarlo, pulirlo, embellecerlo, descarnarlo, quitarle vicios, serenarlo y ampliarlo en tantos modos, que por eso siempre mi viaje es de ida y eso, incluye el viaje a través de esto que llamamos la vida en la Tierra. Que de tanto viajar, he comprendido que esto nunca se acaba y que cuanto más me muevo, más estoy en mi centro.
Que tengas un día viajero y feliz aniversario.
Santiago Ruiz

Ha sido un placer descubrir la vida a través de la mirada de un nómada. Muchas gracias
ResponderEliminar"Y cuanto más me muevo, más estoy en mi centro".
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